* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan

miércoles, 27 de octubre de 2010

Epílogo de Henry MILLER a La sonrisa al pie de la escala

De todos los cuentos que he escrito, éste es quizás el más singular. Fue escrito expresamente para Fernand Léger, para acompañar una serie de cuarenta ilustraciones sobre payasos y circos.
Me llevó meses, después de haber aceptado la invitación de Legér, escribir el texto, inclusive comenzarlo. Aunque se me había dado entera libertad, me sentía inhibido. Nunca hasta entonces había escrito un cuento por encargo, por así decirlo.
Casi obsesivamente, mi imaginación daba vueltas en torno a estos nombres: Roualt, Miró, Chagall, Max Jacob, Seurat. Casi llegué a desear que se me hubiera pedido hacer las ilustraciones y no el texto. Yo había pintado en el pasado algunas pocas acuarelas de payasos, una de ellas titulada "Cirque Medrano". Por lo menos uno de esos payasos se parece notablemente a Chagall, según me dicen, aunque nunca conocí a Chagall ni he visto siquiera una foto suya.
Mientras me debatía tratando de empezar, cayó en mis manos un librito de Wallace Fowlie(Jacob's Night,1947), en el que hay un conmovedor ensayo sobre los payasos de Roualt, por quien he sido profundamente influido, comencé a pensar en el payaso que soy, que siempre he sido. Pensé en mi pasión por el circo, especialmente el "cirque intime", y en que todas estas experiencias como espectador y silencioso partícipe deben estar enterradas en las profundidades de mi conciencia. Recordé que, cuando me gradué en la escuela secundaria, me preguntaron qué quería ser y les respondí:"Un payaso". Recordé que muchos de mis viejos amigos tenían algo de payasos en su manera de ser y que eran esos precisamente los que yo más quería. Y, luego, para mi sorpresa, descubrí también que mis amigos más íntimos me consideraban,"a mí", una especie de payaso.
Y, entonces, comprendí, súbitamente, hasta qué punto me había conmovido el librito de Wallace Fowlie (el primero de él que llegó a mis manos: "Payasos y Angeles"). Balzac me había hablado de los ángeles (en "Louis Lambert" y, a través de las innumerables divagaciones de Fowlie sobre el payaso, adquirí una nueva dimensión de su papel. Payasos y ángeles se adaptan tan diviniamente entre sí.(Legér tuvo que rechazar mi texto por inadecuado y, posteriormente, él mismo escribió uno para su hermoso libro Le cirque).
Además, ¿no había yo escrito yo algo en alguna parte sobre August Angst y Guy le Crevecouer? ¿Quiénes eran esas dos almas angustiadas, frustradas, sino yo mismo?
Y, luego, otra cosa...Lo mejor que he pintado en mi vida es una cabeza de payaso, al que le di dos boca, una para la alegría y otra para la tristeza. La boca alegre era de un bermellón intenso, una boca cantante. (¡Al recordarlo, me di cuenta de que ya no cantaba!)
De vez en cuando recibía algunas "maquettes" de Léger. Una de ellas representaba la cabeza de un caballo. Las guardé en un cajón, las olvidé y me puse a escribir. No me di cuenta, hasta que no terminé la historia, de dónde había sacado el caballo. La escala era, por supuesto, un don de Miró, y la luna también, casi seguramente. ("Perro mirando a la luna" fue el prier Miró que vi en mi vida.)
Comencé luego conigo mismo, con la firme convicción de que tenía en mí todo cuanto había que saber sobre circos y payasos. Escribí una línea tras otra, ciegamente, sin saber que vendría después. Me tenía a mí mismo; la escala y el caballo, los había hurtado incoscientemente. Acompañándome estaban los poetas y pintores que amaba: Roualt, Miró, Chagall, Max Jacob, Seurat. Es extraño, todos estos artistas son poetas y pintores a un tiempo. Con cada uno de ellos tenía grandes puntos en común.
Un payaso es un poeta en acción. "Es" la historia que representa. Es la misma historia, una y otra vez: adoración, devoción, crucifixión. "Crucifixión Rosa", "bien entendu".
La única parte de mi narración que me causó alguna dificultad fueron las últimas páginas, que tuve que reescribir varias veces."Hay una luz que mata", creo que dijo Balzac en alguna parte. Yo quería que mi protagonista, Augusto, se extinguiera como una luz. Pero,¡no en la muerte! Quería que su muerte iluminara el camino. La concebía no como un fin, sino como un principio. Cuando Augusto se convierte en sí mismo, la vida comienza y no sólo para Augusto, sino para toda la humanidad.
¡Que nadie piense que resolví la historia! La narré solamente como la sentía, a medida que se me iba revelando de a poco. Es mía y no lo es, al mismo tiempo. Indudablemente, es el cuento más extraño que haya escrito. No es un documento surrealista, en absoluto. El proceso de elaboración puede haber sido surrealista, pero sóplo en el sentido en que los surrealistas resucitaron el verdadero método de creación. No, más aún que todas las historias que basé sobre hechos y experiencias, ésta es verdadera. Mi único fin al escribirla ha sido decir la verdad, tal como la siento. Hasta ahora todos mis personajes han sido reales, arrancados a la vida, a mi vida misma. Augusto es único, ya que vino del azul. Pero ¿qué es es este azul que nos rodea y circunda, sino la realidad misma? La verdad es que no inventamos nada. Tomamos en préstamo y recreamos. Desnudamos y descubrimos. Todo nos ha sido dado, como dicen los místicos. Sólo se trata de abrir nuestros ojos, nuestros corazones, para hacernos uno con eso que es.
Los payasos me atraen profundamente, aunque no siempre lo supe, precisamente porque están separados del mundo por la risa. La suya no es jamás una risa homérica. Es silenciosa, lo que llamamos una risa triste. Los payasos nos enseñan a reírnos de nosotros mismos. Y esta risa nuestra nace de la lágrima.
La alegría es como un río: fluye sin cesar. Me parece que éste es el mensaje que el payaso trata de transmitirnos, que debemos participar a través del incesante flujo y el incesante movimiento, que no deb emos pararnos a reflexionar, sino fluir, fluir siempre, interminablemente, como ola música. Este es el don de la entrega y elpayaso lo hace simbólicamente. En nuestras manos está el convertirlo en realidad.
En ningún momento de la historia del hombre el mundo ha estado tan colmado de dolor y angustia. Aquí y allí, sin embargo, tropezamos con individuos intactos, inamculados, en el dolor común. No son individuos sin corazón, ¡lejos de ello! son seres emancipados. Para ellos el mundo no es lo que a nosotros nos parece. Ven con otros ojos. Decimos de ellos que han muerto para el mundo. Viven en el instante, plenamente, hy el resplandor que de ellos emana es una perpetua canción de júbilo.
El circo es un ruedo diminuto cercado de olvido. Por un breve lapso nos permite perdernos, disolvernos en la maravilla y la bienaventuranza, para ser transportados por el misterio. Salios de él deslumbrados, entrsitecidos y horrorizados luego por el rostro cotidiano del mundo. Pero el viejo mundo cotidiano, el mundo con el que imaginamos ser sólo demasiado familiares, es el úncio mundo, y un mundo de magia inagotable. Como el payaso, ejecutamos los movimientos necesarios, siempre simulando, posponiendo siempre el augusto acontecimiento. Morimos luchando por nacer. Nunca fuimos, nunca somos. Estamos siempre en proceso de transformación, siempre separados y desprendidos. Por siempre afuera.
Este es el retrato de August Angst, alias Guy le Crevecoeur, o el rostro cotidiano del mundo, con dos bocas. Augusto es de otra raza. Quizá no he tratado su retrato con la debida claridad. Pero existe, aunque sólo sea por el hecho de que lo he imaginado. Vino del azul y retorna al azul. No ha perecido, no está perdido. Ni será tampoco olvidado. El otro día comentaba con un pintor las imágenes que Seurat nos ha legado. Dije de ellas que estaban arraigadas allí donde él les dio el ser, eternamente. ¡Qué agradecido estoy de haber vivido en imaginación con estas imágenes de Seurat, en la Grande Jatte, en el Medrano y otras partes! Nada hay, en absoluto, de ilusorio en estas creaciones suyas. Su realidad es imperecedera. Viven en la luz del sol, en una armonía de forma y de ritmo que es una pura melodía. Y lo mismo ocurre con los payasos de Roualt, con los ángeles de Chagall, con la escala y la luna de Miró, con su casa de fieras. Lo mismo con Max Jacob, que nunca dejó de ser un payaso, ni siquiera después de haber encontrado a Dios. Mediante el verbo, el acto o la imagen, todas estas almas bienaventuradas que me acompañaron han atestiguado la eterna realidad de la visión. Su mundo cotidiano será un día también el nuestro. En realidad, ya es nuestro, sólo que estamos demasiado empobrecidos para reclamarlo.


Título original The smile at the foot of the ladder-La sonrisa al pie de la escala-Henry MILLER-trad. Juan Carlos Silvi-1ª edic. junio 1980-edit. Bruguera-colección Todolibro

martes, 26 de octubre de 2010

La sonrisa al pie de la escala-Henry MILLER

Nada podía menoscabar el brillo de esa extraodinaria sonrisa, grabada en el melancólico rostro de Augusto. En la pista del circo, esa sonrisa adquiría una cualidad propia, desprendida, magnificada, que expresaba lo inefable.
Al pie de una escala que ascendía hasta la luna, Augusto se sentaba en contemplación, con su sonrisa inmóvil y sus pensamientos muy lejos de allí. Esta simulación del éxtasis, que Augusto había llevado a la perfección, impresionaba siempre al público como la suma de lo incongruente. El gran favorito guardaba muchos trucos en su manga, pero éste era inimitable. Nunca se le había ocurrido a ningún bufón representar el milagro de la acensión.
Noche tras noche se sentaba así, esperando sentir el roce del hocico del caballo blanco cuya crin rodaba hasta el suelo en arroyuelos de oro. El tacto sobre su cuello del caliente hocico de la yegua era como el beso de despedida de un ser amado; lo despertaba suavemente, tan suavemente como el rocío vivifica cada brizna de hierba.
Dentro del radio de luz de los reflectores se abría el mundo en el que renacía cada atardecer. Sólo abarcaba esos objetos, criaturas y seres que se mueven en el círculo de encantamiento. Una mesa, pana, un aro de papel; la eterna escala, la luna clavada al techo, la vejiga de una cabra. Con esos elementos, Augusto y sus compañeros se ingeniaban cada noche para evocar el drama de la iniciación y de martirio.
Bañadas en círculos concéntricos de sombra, se alzaban hileras y más hileras de rostros, interrumpidas aquí y allá por algunos huecos que la luz del reflector lamía con avidez de una lengua en busca de un diente perdido. Los músicos nadando en polvo y en rayos de magnesio, se adherían a sus instrumentos como alucinados, con sus cuerpos oscilando como cañas en el vacilante juego de luces y de sombras. El contorsionista se enroscaba siempre al sordo redoble del tambor, el jinete montado en pelo era presentado siempre al son de las trompetas. En cuanto a Augusto, a veces era el débil chirrido del violín, a veces las notas burlonas del clarinete, que lo seguían mientras trenzaba sus cabriolas. Pero cuando llegaba el momento de sumergirse en el trance, los músicos, repentinamente inspirados, perseguían a Augusto de una a otra espiral de la bienaventuranza, como corceles clavados a la plataforma de un tiovivo desenfrenado.
Cada atardecer, mientras se aplicaba los afeites, Augusto discutía consigo mismo. Las focas, hicieran lo que hicieran, seguían siendo focas. El caballo seguía siendo caballo, la mesa mesa. Mientras que Augusto, al par que seguía siendo un hombre, debía convertirse en algo más; tenía que asumir los poderes de un ser muy especial con un don especialísimo. Tenía que hacer reír a la gente. No era difícil hacerla llorar, ni hacerla reír; esto lo había descubierto ya hacía tiempo, mucho antes de haber siquiera pensado en incorporarse al circo. Sin embargo, Augusto tenía otras aspiraciones: quería colmar a sus espectadores de un júbilo imperecedero. Fue esta obsesion la que lo había incitado al principio a senarse al pie de la escala y fingir el éxtasis. Y fue por pura casualidad que había caído en la apariencia de un trance: había olvidado simplemente lo que tenía que hacer después. Cuando se recobró, un poco perplejo y sumamente receloso, descubrió que lo estaban aplaudiendo a rabiar. La noche siguiente repitió el experimento, esta vez deliberadamente rogando que la risa ronca, insensata, que tan fácilmente había provocado, diera lugar a ese júbilo supremo que ansiaba transmitir. Pero cada noche, a pesar de sus casi religiosos esfuerzos, lo esperaba al final el mismo aplauso delirante.
Cuanto más fortuna lograba este número al pie de la escala, tanto más fuerte se haía la ansiedad de Augusto. Cada noche la risa sonaba más irritante a sus oídos. Hasta que se hizo insoportable. Una noche, la risa se transformó súbitamente en burlas y silbidos, seguidos por una lluvia de sombreros, de desechos y otros objetos más sólidos. Augusto no había conseguido "despertar". Por treinta minutos el público había esperaddo, se había puesto incómodo, luego suspicaz, hasta quee la tensión estalló en una explosión de burla. Cuando Augusto volvió en sí, en su camarín, se sorprendió al ver a un médico inclinado sobre él. Su cabeza y su rostro eran un montón de tajos y magulladuras. La sangre se había coaguladdo sobre los afeites, deformando su imagen hasta hacerla irreconocible. Parecía un trozo de carne cruda abandonada sobre el mostrador de una carnicería.
Su contrato terminó bruscamente y Augusto huyó del mundo que conocía. Sin ganas de reanudar su vida de payaso, se edicó a errar. Derivó anónimo, inadvertido, entre los millones de personas a quienes había enseñado a reír. No había resentimiento en su corazón, sólo uan profunda tristeza. Luchaba constantemente por contener las lágrimas. Al principio, aceptó este nuevo estaddo del corazón. Sólo era un malestar, se decía, provocado por la repentina interrupción de una rutina de toda la vida. Pero cuando hubieron pasado varios meses, comenzó a darse cuenta de estaba llorando la pérdida de algo que le había sido arrebatado, no el poder de hacer reír a la gente, no, eso ya no le importaba, sino algo más, algo más profundo que eso, algo que era exclusivamente suyo. Así, un día, cayó en la cuenta de que había pasado mucho, mucho tiempo desde que había conocido el estado de bienaventuranza. Tembló tanto al descubrirlo que no pudo esperar a llegar a su habitación, y en vez de precipitarse a su hotel, llamó a un taxi y ordenó al chófer que lo llevara hacia los suburbios. Pero, adónde exactamente, quería saber el conductor. "Donde quiera que haya árboles", dijo Augusto con impaciencia. "Pero dése prisa, por favor, es muy urgente."
Más allá de un depósito de carbón había un árbol solitario. Augusto ordenó al chófer que se detuviera.
-¿Es éste el lugar?- preguntó, inocentemente, el chófer.
-Sí. Déjeme en paz- respondió Augusto.
Durante un tiempo que le pareció interminable, Augusto trató desesperadamente de recrear el estado de ánimo que generalmente sirviera de preludio a la representación nocturna al pie de la escala. Desgraciadamente, la luz era tremenda; un sol abrasador quemaba los globos de los ojos. "Me sentaré aquí", se dijo, "hasta que caiga la noche. Cuando salga la luna, todo volverá a su lugar." En pocos minutos se adormeció, hundiéndose en un sueño pesado que lo llevó de vuelta a la arena. Todo era como había sido siempre, excepto que los hechos no transcurrían ya en un circo. El techo de la carpa había desaparecido, las paredes de lona se habían derrumbado. Brillaba ahora sobre él, alta en el cielo, la luna verdadera, una luna que parecía correr a través de nubes fijas. En lugar de las habituales filas circulares de bancos, ascendían en un suave declive, directamente hacia el cielo, muros de gente. No se oía ni una risa, ni un murmullo. Sólo esas vastas multitudes de espectros, colgando allí, suspendidos en el espacio insondable, cada uno de ellos crucificado. Paralizado de miedo, Augusto olvidó lo que tenía que hacer. Después de un intolerable lapso de incertidumbre, durante el cual le pareció hallarse más cruelmente abandonado y desamparado que el mimso Salvador, Augusto hizo un frenético esfuerzo para escapar de la pista. Pero, corriera donde corriera, todas las salidas estaban bloqueadas. Desesperado, recurió a la escala; empezó a subir febrilmente por ella y subió, subió hasta que le faltó el aliento. Después de una pausa, se atrevió a abrir los ojos y a mirar en torno. Primero, miró hacia abajo. El pie de la escala era casi invisible, tan lejos estaba la tierra. Luego, miró hacia arriba; miles de escalones extendíanse sobre su cabeza, interminablemente, perforando las nubes, horadando el mismo azul real donde yacían muellemente las estrellas. La escala ascendía verticalmente hacia la luna, una luna clavada más allá de las estrellas, infinitamtne remota, pegada como un disco helado a la bóveda celeste. Augusto comenzó a llorar, luego a sollozar. Como un eco, débil, contenido al principio, dilatándose luego, gradualmente, hasta convertirse en un lamento oceánico, llegaron a sus oídos los gemidos y sollozos de la innumerable multitud que lo rodeaba. "Horrible", susurró. "Es como el nacimiento y la muerte a un mismo tiempo. Soy el prisionero en el Purgatorio";y se desvaneció, cayendo hacia atrás en la nada. Recobró la conciencia en el preciso instante en que advirtió que la tierra avanzaba hacia él para recibirlo. Eso, lo sabía, sería el fin de Augusto, el fin real, la muerte de las muertes. Y entonces, como el destello de un cuchillo, acudió un relámpago de memoria. No le quedaba ya ni un segundo; medio segundo quizá, y habría dejado de existir. ¿Qué era eso que se había sacudido en las profundidades de su ser, atravesándolo con la celeridad de una hoja de espada, sólo para precederlo en el olvido? Pensó con tal rapidez que en la fugaz fracción del segundo que le restaba,pudo resumir toda la procesión de su vida. Pero el momento más importante de ella, la joya en torno a la cual se aglutinaban todos los acontecimientos significativos del pasado,no podía ser revivida. Era la revelación misma la que estaba zozobrando en él, ya que sabía en ese ahora quee en algún momento del tiempo todo le había sido revelado. Y, ahora que estaba a punto de mirir, éste, el supremo don, le era arrebatado. Como un avaro, con una astucia y una ingeniosidad inconmensurables, consiguió hacer lo imposible: apresando esta última fracción de un sgundo que le había sido adjudicada, comenzó a dividirla en momentos de duración infinitesimal. Nada que hubiera experimentado en sus cuarenta años de vida, no todos los momentos de alegría reunidos, podían compararse con el placer sensual que ahora sentía al economizar estos fragmentos astillados de una fracción de segundo hecha añicos. Pero, cuando había picado este último momento de tiempo en migajas infinitesimales, de modo que se extendiera en torno suyo como un vasto tejido de duración, hizo el alarmante descubrimiento de que había perdido la facultad de la memoria. Se había borrado a si mismo.
Al día siguiente, con el ánimo estragado por las consecuencias de este sueño, Augusto decidió no salir de su habitación. Sólo hacia el atardecer se animó a abandonarla. Había pasado todo el día en cama, jugando desaprensivamente con bandadas de recuerdos que,por alguna razón inexplicable, había descendido sobre él como una manga de langostas. Finalmente, harto de ser peloteado de un lado para otro en esta enorme olla de reminiscencias, se visitó y salió desganadamente a la calle, para perderse entre la gente. Y fue con cierta dificultad que consiguió recordar el nombre de la ciudad por cuyas calles deambulaba.En las afueras de la ciudad tropezó con un grupo de gente de circo, una de esas bandas trashumantes de cómicos de la legua, que viven sobre ruedas. El corazón de Augusto comenzó a latir furiosamente. De forma impulsiva, se precipitó hacia una de las carretas,dispuestas en círculo, y ascendió timidamente los pequeños escalones que habían sido desplegados desde laparte trassera del vehículo. Estaba ya a punto de llamar cuando el relincho de un caballo muy cerca suyo, lo detuvo. Un instante después, el hocico del animal estaba rozando su espalda. Una profunda alegría invadió todo su ser. Enlazando con sus brazos el pescuezo del anial, le habló con palabras suaves, sedantes, como saludando a un amigo hace tiempo perdido.
La puerta detrás de él se abrió de golpe y una voz de mujer sofocó una exclamación de sorpresa. Alarmado,, csi fuera de sí, murmuró:
-Soy yo, Augusto...
-¿Augusto? -repitió la mujer-. No lo conozco.
-Perdóneme- musitó Aiugiusto, como disculpándose-, debo irme.
Apenas se hubo alejado unospasos, oyó gritar a la mujer:
-¡Eh, Augusto, vuelve! ¿Por qué te vas?
Augusto se detuvo bruscamente, se volvió, dudó un instante y sonrió con todos sus dientes. La mujer se Augusto. Por un instante, tuvo la idea de volverse y huir. Pero era demasiado tarde. Los brazos de la mujer lo ceñian ya, apretándolo fuertemente.
-¡Augusto, Augusto! -exclamó ella, una y otra vez-. Pensar que no te reconocí...
Al oír esto, Augusto palideció. Era la primera vez desde que había comenzado ao vagabundear que alguien lo reconocía. La mujer seguía sujetándolo como una mordaza de carpintero. Lo estaba ahora besando, primero en una mejilla, luego en la otra, luego en la frente, en los labios. Augusto temblaba.
-¿Podría darme un terrón de azúcar?- rogó no bien pudo zafarse.
-¿Azúcar?
-Sí, para el caballo.
Mientras la mujer revolvía el carromato en busca de azúcar, Augusto se acomodó en los escalones. Con suave, trémulo hocico, el caballo estaba ahora lamiendo su nuca. Y fue precisamente en ese momento, extraña coincidencia, que la luna se desembarazó de las distantes copas de los árboles. Una maravillosa calma descendió sobre Augusto. Por unos pocos segundos -difícilmente podría haber durado más- disfrutó de una especie de sueño crepuscular. La muhjer se acercó brincando, su falda desprendida rozó el hombro de Augusto cuando saltó al suelo.
-Todos te creíamos muerto- fueron sus primeras palabras, mientras se echaba a sus pies, en el pasto-. Todo el mundo te ha estado buscando -agrego rápidamente, pasándole un terrón de azúcar tras otro.
Augusto escuchaba en silencio mientras la mujer parloteaba sin cesar. El sentido de sus palabras le llegaba lentamente, muy lentamente, como si viajaran hasta sus oídos desde una distancia remota. Estaba absorbido por la deliciosa sensación quee recorría todo su cuerpo cada vez que el hocico húmedo y caliente del caballo lamía la palma de su mano. Estaba reviviendo incesantemente esa etapa intermedia que solía experimentar todas las noches al pie de la escala, el breve lapso entre el desvanecimiento doe la bienaventuranza y el salvaje estallido de los aplausos que lleghaban siermpre a él como el retumbar de truenos lejanos.
Augusto ni pensó siquiera en volver al hotel para recoger sus pocos bártulos. Extendió una manta en el suelo, junto al fuego y, encerrado en el circulo mágico de ruedas y carromatos, yació despierto, siguiendo el cárdeno curso de la luna. Cuando cerrópor fin los ojos, lo hizo decidido a seguir a la "troupe". Sabía que podía confiar en ellos para mantener secreta su identidad.
Ayudar a tender la carpa, deenrollar las grandes alfombvras, trasladar los puntales, bañar los caballos y cuidarlos, hacer las mil y una tareas que le estaban asignadas, todo era un puro hjúbilo para Augusto. Se perdía abandonadamente en la ejecución de las serviles faenas que comamban sus días. De cuando en cuando, se daba el lujo de contemplar la función como un espectador más. Observaba con nuevos ojos la habilidad y la fuerza de sus compañeros de ruta. Por sobre todas lass cosas,le intrigaba la mímica de los payasos, una pantomima cuyo lenguaje resultaba m´sa elocuente ahora que cuando era uno de ellos. Tenía una sensación de libertad, a la que había perdido derecho como actor. Pero era bueno renunciar al propio papel, sumergirse en el aburrimiento de la vida, tornarse en polvo y, sin embargo...bueno, saber que se seguía siendo parte de todo, útil aún, quizá más útil de este modo. ¡Cuánto egotismo había en imaginar que porque se podía hacer llorar y reír a los hombres, se les estaba haciendo un gran don! Ya no sabía de aplausos, ni de algazaras, ni de lisonjas. Estaba recibiendo ahaora algo mucho mjero, mucho más reconfortante: "sonrisas". ¿Sonrisas de gratitud? No. Sonrisas de reconocimiento. Era aceptado nuevamente como un ser humano, aceptado por sí mismo, por lo que fuera en él que lo distinguía y unía al mismo tiempo a su semejante. Era como recibir un sueldo cuando se está necesitado, que regenera el flujo del corazón mucho más y de una manera que los billetes nunca lo hacen.
Con estas cálidas sonrisas que acopiaba como grano maduro, Augusto iba expandiéndose cada día, floreciendo de nuevo. Pertrechado de una inagotable generosidad, mostrábase siempre ansioso de hacer más de loq ue se le pedía. Nada de cuanto pudiera pedírsele parecíale demasiado; así lo sentía. Había una frasecita que siemrpe mascullaba para sí mientras cumplía su faena:"A votre service." Con los animales levantaba la voz, ya que con ellos no había necesidad de disimular tan simples palabras. "A votre service", decía a la yegua mientras deslizaba sobre la cabeza del animal la alforja del forraje. Y lo mismo a las focas, mientras palmeaba sus lomos brillantes. A veces, también, salía trastabillando de la gran carpa hacia la noche constelada de estrellas, miraba hacia arriba como si quisera penetrar el velo que protege nuestros ojos de la gloria de la cración y murmuraba suavemente, reverentemente:"A votre service, Grand Seigneur!"
Nunca había sabido Augusto de tanta paz, de tanta satisfacción, de tan honda y perdurable alegría. Los días de pago iba a la ciudad con sus magras ganancias en el bolsillo y erraba por los comercios, buscando regalos para los niños y los animales. Para sí,un poco de tabaco, nada más.
Pero un día, Antoine, el payaso, cayó enfermo. Augusto estaba sentado frente a uno de los carromatos, remendando un viejo par de pantalones, cuando le dieron la noticia. Murmuró unas pocas palabras de pesar y siguió cosiendo. Entendió inemdiatamente, por supuesto, que este hecho inesperado lo comprometía. Se le pediría, sin lugar a dudas, que reemplazara a Antoine. Trató de reprimir la agitación que aumentaba rápidamente en su ccorazón. Trató de pensar con calma y cordura qué respuesta daría cuando llegara el momento.
Esperó y esperó que alguien viniera a él, pero nadie vino. Nadie más que él podía reemplazar a Antoine, estaba seguro. ¿Qué los detenía, entonces? Finalmente, se incorporó y empezó a dar vueltas, sólo para darles a entender que estaba allí, que podían hacerle la propuesta ccuando quisieran. Pero nadie dio un paso para entablar conversación con él.
Al final, se decidió a romper él mismo el hielo. ¿Por qué no, después de todo? ¿Por qué no habría de ofrecer voluntariamente sus servicios? Se sentía tan animaddo, tan lleno de buena voluntad hacia todos. Ser nuevamente payaso, no era nadda, nada. Lo mismo hubiera podido ser una mesa, una silla, una escala, si fuera newcesario. No quería privilegios; era uno de ellos, uno más, listo para ccompartir sus pesares y desgracias.
-Mire- le dijo alpatrón apenas pudo pescarlo-, estoy perfectamente preparado para ocupar el lugar de Antoine en la función de esta noche. Es decir... -y dudó un momento- a menos que usted haya pensado en alg
un otro.
-No, Augusto, no hay nadie más, bien lo sabes. Es muy generoso de tu parte...
-¿Pero qué?...-interrumpió-. ¿Tiene miedo acaso de que no sea ya capaz de actuar?
-No. No es eso, no es eso. No; sería una suerte poder contar contigo...
-Pero, entonces ¿qué? -exigió Augusto, casi temblando de aprensión, porque comenzaba a comprender que ebía luchar con la delicadeza y el tacto.
-Bueno, pasa que...-comenzó el patrón, en su estilo lento y monótono- hemos estado discutiéndolo entre nosotros. Sabemos cómo son las cosas para ti. Ahora bien, si reemplazaras a Antoine..., pero, ¡maldita sea!, ¿qué estoy diciendo? ¡Vamos! ¡No te quedes ahí, mirándome de ese modo! Mira, Augusto, lo que estoy tratando de explicarte es que... bueno.. sólo que... no queremos reabrir viejas heridas. ¿Entiendes?
Augusto sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Agarró las dos manazasa del patrón, las sostuvo suavemente entre las suyas y, sin abrir siquiera la boca, tartamudeó su agradecimiento.
-Déjeme que lo reemplace esta noche -rogó-. Estoy a su disposición por todo el tiempo que quiera, una semana, un mes,seis meses. Me darán un enorme placer,ésa es la verdad. No me dirá que no, ¿verdad?
Algunas horas después, Augusto estaba sentado ante el espejo, estudiando su rostro. Había sido siempre su costumbre,antes de aplicarse el maquillaje de cada noche,sentarse y observarse detenidamente, por largos intervalos. Era su modo de prepararse para la función. Se sentaba mirando su cara melancólica y, entonces, súbitamente, comenzaba a borrar esa imagen, a imponerse otra nueva, que todos conocían y era en todas partes el verdadero rostro de Augusto. Al verdadero Augusto nadie lo conocía, ni siquiera sus amigos,pues lafama había hecho de él un ser solitario.
Sentado así, invadido por los recuerdos de miles de otras noches ante el espejo, Augusto empezó a comprender que esta vida aparte, esta vida que había atesorado celosamente como la suya propia, esta secreta existencia que preservaba supuestamente su identidad,no era en absoluto una vida, no era en realidad nada, ni siquiera una sombra e vida. Sólo había comenzado a vivir desde el día que se había incorporado a la "troupe", desde el momento en que había empezado a servir en la condición del más humilde. Esa vida secreta se había desvanecido casi sin que él se diera cuenta; era otra vez un hombre como los demás, haciendo todas las cosas tontas, fútiles y necesarias que los otros hacían, y de esa manera había sido feliz, había colmado sus días. Esta noche se presentaría no como Augusto, el payaso de fama mundial, sino como Antoine, de quien nadie había oído hablar. Precisamente porque no tenía fama ni renombre, Antoine era aceptado cada noche como una cosa natural. Ninguna ovación lo despedía cuando abandonaba la pista; la gente sonreía simplemente con indulgencia, sin demostrar mayor estimación de su arte que la que demostraba ante los sorprendentes juegos malabares de las focas.
En ese punto de sus cavilaciones, un pensamiento inquietante vino a quebrar súbitamente su ensueño. Había luchado hasta entonces precisamente para proteger de las miradas del público esa vida privada, vacía. Pero ¿qué ocurriría si esta noche alguien lo reconocía, reconocía al payaso Augusto? ¡Sería realmente una calamidad! Nunca volvería a tener paz; sería perseguido de ciudad en ciudad, acosado para que explicara su extraño comportamiento, importunado para que reasumiera su puesto en el mundo de las "vedettes". De un modo vago, sentía que hasta podrían acusarlo de haber querido asesinar a Augusto. Augusto se había convertido en un ídolo; pertenecía al mundo. ¡Y quién sabe hasta dónde llegarían en su persecución!...
Llamaron a la puerta. Alguien había entrado un momento sólo para ver si todo estaba en regla. Después de unas pocas palabras, Augusto preguntó cómo se sentía Antoine.
-¿Mejorando, espero?
-No- dijo el otro, gravemente-, parece estar empeorando. Nadie sabe exactamente lo que tiene. ¿No podrías hablar un poco con él antes de actuar?
-Naturalmente -replicó Augusto-, en unos minutos estaré con él -y siquió maquillándose.
Antoine se revolvia febrilmente cuando entró Augusto. Inclinándose sobre el enfermo, Augusto estrechó entre sus manos la húmeda mano de Antoine.
-¡Pobre!- murmuró-. ¿Qué puedo hacer por ti?
Antoine lo miró vaciamente durante largos minutos. Lo miraba fijo, con la expresión alelada de quien se está mirando en un espejo. Augusto comenzó a entender lo que estaba pasando por la mente de Antoine.
-Soy yo, Augusto- dijo, con suavidad.
-Ya sé- dijo Antoine-. Eres "tú"... pero también podria haber sido "yo". Nadie verá la diferencia. Y tú eres grande y yo nunca he sido nadie.
-Hace unos minutos yo estaba pensando exactamente lo mismo-dijo Augusto, con una sonrisa pensativa-. ¡Es gracioso! ¡Un poco de pintura grasosa, una vejiga, una indumentaria cómica, qué poco se necesita para convertirse en nadie! Eso eslo que somos, "nadie"; y "todos", al mismo tiempo. No es a nosotros a quienes aplauden, es a ellos mismos. Mi querido amigo, ddebo irme dentro de un momento, pero primero déjame decirte algo que aprendí hace poco...Ser uno mismo, sólo uno mismo, es una gran cosa. Pero ¿cómo lograrlo, cómo hacer para conseguirlo? Ah, ése es precisamente el truco más difícil de todos. Y es difícil justamente porque no exige ningún esfuerzo. Uno no trata de ser ni una cosa ni otra, ni grande ni pequeño, ni inteligente ni torpe...¿entiendes? Hace todo lo que se le presenta; y lo hace buena gana, "bien entendu". Porque nada carece de importanccia. Nada. En lugar de risas y aplausos, recibe sonrisas; perqueñas sonrisas satisfechas, nada más. Pero es todo... más de lo que uno podría pedir. Uno hace el trabajo más sucio, aliviando a la gente de sus cargas. Eso les hace felices: pero, lo hace a uno mucho más feliz, ¿entiendes? Por supuesto, uno debe hacerlo inadvertidametne, por decirlo así; nunca debe dejarles saber el placer que le causa. Una vez que lo descubren, que conocen su secreto,uno está perdido para ellos. Lo llamarán egotista, no importa cuánto haga uno por ellos. Se puede hacerlo todo por ellos,literalmente matarse trabajando mientras no sospechen que lo están enriquciendo, dándole una alegría que uno no podría darse nunca a sí mismo...Bueno, perdóname, Antoine, no quise hacer un discurso tan largo. De todos modos, esta noche eres tú quien me está haciendo un regalo. Esta noche puedo ser yo mismo al ser tú y esto es mejor todavía que ser tú mismo, "compris"?
Aquí, Augusto se contuvo, pues al dar expresión a este último pensamiento, se le ocurrió de pronto una idea genial. Pero no era una idea que pudiera ser comunicada a Antoine ahí y entonces. Involucraba un cierto riesgo, tal vez un elemento de peligro. Pero no pensaría en eso. Ahora lo que tenía que hacer era apurarse y ponerla en práctica cuanto antes... esa misma noche quizá.
-Mira, Antoine -dijo, casi ásperamente, preparándose para irse-, actuaré esta noche y quizá en la función de mañana a la noche,pero después de eso lo mejor será que tú estés ya en pie. No quiero volver a ser un payaso, ¿entiendes? Me daré una vuelta por aquí mañana por la mñana. Tengo que decirte algo más, algo que te va a animar -hizo una pausa para aclararse la garganta-. Siempre quisiste ser una "estrella", ¿no es cierto? Bueno, ¡recuérdalo! Estoy madurando una idea y serás tú quien le saque o no provecho. Hasta luego y que duermas bien.
Palmeó rudamente a Antoine, como si quisiera empujarlo al bienestar. Mientras se dirigía hacia la puerta, sorprendió la vaga sugestión de una sonrisa insinuándose en los labios de Antoine. Cerró la puerta suavemente y entró de puntillas en la oscuridad.
Mientras caminaba hacia la gran carpa, tarareando para sí, la idea que se había apoderado de él hacía unos instantes comenzó a hacerse más clara. Apenas podía esperar su turno, tan ansioso estaba de poner en marcha su plan. "Esta noche", se decía, mientras mordía el freno, "actuaré como nunca; será un número nunca visto. Esperen, muchachos, esperen a que Augusto haga su aparición en la pista."
Era presa de tal frenesí de impaciencia que, cuando apareció bajo el chorro de luz de los reflectores, acompañado por unos pocos débiles chirridos del violín, corcoveaba como una cabra enloquecida.
Desde el mismo instante en que tocaaraon sus pies el aserrín, todo fue pura improvisación. Jamás se le habían pasado anteriormente por la cabeza y mucho menos ensayado estas cabriolas salvajes,insensatas. Se había dado a sí mismo carta blanca y estaba escribiendo en ella el nombre de Antoine en letras indelebles. ¡Lástima que Antoine no pudiera estar allí para presenciar su propio "debut" como estrella mundial!
Sólo habían pasado unos minutos y Augusto comprendió que tenía ya al público en un puño. Y eso que apenas había roto el fuego, por así decir. "¡Esperen, muchachos., esperen!", seguía mascullando, "esto no es nada aún. Antoine sólo está naciendo; ni siquiera ha empezado a patalear."
Concluidoo el número preliminar, se vio de pronto rodeado por un grupo excitado. Entre ellos estaba el patrón.
-¡Pero estás loco!-fueron las primeras palabras de éste-. ¿O quieres arruinar a Antoine?
-No tema- replicó Augusto, sonrojándose de alegría-. Estoy "haciendo" a Antoine. Tenga paciencia. Le juro que todo terminará bien.
-Pero es demasiado bueno ya. De eso me quejo. Después de esta función Antoine estará liquidado.
No había tiempo para seguir hablando. Había que despejar la pista para los trapecistas; y como la "troupe" era pequeñá, todos tenían que poner manos a la obra.
Cuando llegó el momento de que reaparecieran los payasos, hubo una prolongada salva de aplausos. Ni bien asomó Augusto su ccabeza,. el público estalló en vítores. "¡Antoine, Antoine!", gritaban, pateando, silbando, batiendo las palmas como locos, "que salga Antoine".
Era a esta altura de la función nocturna que Antoine hacía por lo general un solo, un pequeño número bastante gastado del cual habíase evaporado hacía años el último soplo de ngenio. Observando noche tras noche el rutinario acto,Augusto había pensado muchas veces cómo podría modificarse cada gesto, si le tocara a él representarlos. Y ahora se encontraba precisamente ejecutando la misma pantomima que había frecuentemente ensayado, hasta en sueños. Se sentía en verdad como un maestro dando los últimos toques a un retrato que un discípulo negligente habia abandonado. Salvo el tema mimso, nada quedaría del oriignal. Se empezaba por modificarlo por aquí y allá y se terminaba por crear algo totalmente nuevo.
Augusto se lanzó a ello como un maniático inspirado. no había nada que perder; al contrario, todo podía ganarse. Cada nueva contorsión u ocurrencia representaba un nuevo hálito de vida "para Antoine". A medida que iba retocando, perfeccionando el giro de una fase a la siguiente, Augusto tomaba mentalmente nota para explicar después a Antoine, exactamente, cómo reproducir los efectos que estaba logrando. Brincaba de un lado para otro como tres personas distintas a un tiempo: Augusto, el maestro; Augusto en el papel de Antoine y Antoine en el papel de Augusto. Y por encima y más allá de los tres personajes, cerníase una cuarta endidad que se cristalizaría y se haría más manifiesta con el tiempo: Antoine en el papel de Antoine. Un Antoine recién nacido, sin lugar a dudas, un Antoine "in excelsis". Cuanto más pensaba en este último Antoine (era sorprendente a cuánta especulación podía entregarse mientras actuaba) mayor era su conciencia de los límites y susceptibilidades del persoanje que estaba elaborando. Era en Antoine en quien seguía pensando, no en Augusto; Augusto estaba muerto. No tenía el más leve deseo de verse reencarnado en el mundialmente famoso Antoine. Todo su interés se concentraba en la idea de hacer a Antoine tan famoso que nunca más se volviera a mencionar a Augusto.
A la mañana siguiente, los diarios se deshacían en alabanzas para Antoine. Naturalmente, Augusto había explicado al patrón su proyecto antes de acostarse. Se convino en que se tomarían todas las precauciones para mantener el plan en secreto. Y ya nadie, salvo los miembros de la "troupe", estaba enterado de la enfermedad de Antoine, y que el mismo Antoine ignoraba el glorioso futuro que le había sido preparado, las perspectivas parecían relativamente optimistas.
Augusto se moría lógicamente de impaciencia por cumplir la visita prometida a Antoine. Había decidido no mostrarle en seguida los diarios y hacerle saber, simplemente, cuál era el plan que había elaborado para los pocos días en que Antoine no podría actuar. Tenía que convencerlo primiero, antes de revelarle la magnitud de su obra; de lo contrario, Antoine podría sentirse intimidado por un triunfo que había conseguido ya hecho. Augusto ensayó todo lo que iba a decirle, punto por punto, antes de encaminarse hacia la habitación de Antoine. Ni se le pasó siquiera por la cabeza la posibilidad de que lo que iba a proponerle estuviera más allá del poder de aceptación de Antoine.
Se contuvo casi hasta el mediodía, en la esperanza de que para entonces Antoine estaría y en el ámbito adecuado para recibirlo. Cuando se puso al fin en marcha, se sentía exultante. Estaba seguro de que podría convencerlo de que la herencia que le dajaba era legítima. "Después de todo", decía, "es sólo un pequeño empujón que le estoy dando. La vida está llena de pequeñas trampas y hay que sacarles provecho. Nadie llega a nada por sí solo, sin ayuda." Una vez que se sacó este peso de encima, casi empezó a trotar. "No le estoy engañando ni robando", siguió. "El siempre quiso ser famoso, ¡ahora 'lo es'!... o 'lo será' dentro de una semana. Antoine será Antoine...sólo que un poco mejor...Eso es todo. Todo lo que a veces se necesita es un pequeño accidente, un truco de la fortuna, un empujón del más allá y ahí está uno, en cuatro patas bajo la luz de los reflectores".
En este moemnto recordó su propio acceso súbito a la fama. ¿Qué había tenido que ver él, Augusto, con ello? Lo que había sido sólo un accidente, fue aclamado toda la noche como un rasgo de genio. ¡Qué poco entendía el público! ¡Qué poco entendía cualquiera, cuando se trataba del destino! Ser payaso era ser un peón del destino. La vida en la arena del circo era una pantomima hecha de caídas, bofetadas, puntapiés, un interminable dar y esquivar patadas. ¡Y era mediante esta vergozosa "rigolade" que se conquistaba el favor del público!¡El querido payaso! Su privilegio consistía en recrear los errores, las locuras, las estupideces, todos los malentendidos que plagan a la humanidad. Ser la inepcia mimsa: algo que hasta el último zoquete podía representar. No entender, cuando todo está claro como el agua; no pescar ni jota aunque le repitan mil veces el truco; andar a tientas, como un ciego, cuando todos los letreros están indicando la dirección debida; insistir en abrir la puerta que no corresponde, aunque tenga un enorme cartel que diga "¡¡Peligro!!; estrellarse de cabeza contra el espejo, en vez de rodearlo; ¡meter el ojo en el caño de una escopeta"cargada"! La gente nunca se cansa de estas absuridades, pues durante milenios los seres humanos han recorrido todos los caminos equivocados y durante milenios todas sus búsquedas e indagaciones no han hecho sino meterlos en un "cul-de-sac". El maestro de la ineptitud tiene todo el tiempo para sí. Sólo se rinde ante la eternidad...
Estaba entregado a estas divagaciones cuando vio el carromato de Antoine. Se sobresaltó un poco, sin saber a ciencia cierta por qué, cuando vio al patrón que venía hacia él, evidentemente desde la cabecera de Antoine. Pero se sobresaltó aún más cuando el patrón lo detuvo con un gesto de la mano. La expresión en el rostro del hombre despertó en Augusto una nítida sensación de alarma.
Se quedó dondes estaba, esperando sumiso a que el otro abriera la boca.
Cuando estaba a sólo unos pasos de Augusto, el patrón alzó de pronto los brazos en un ademán de desesperación y resignación. Augusto no tuvo ya necesidad de oír, sabía lo que vendría después.
-¿Cuándo fue?- preguntó no bien habían andado unos pasos.
-Hace apenas unos minutos. De golpe. En mis brazos, precisamente.
-No entiendo- murmuró Augusto- "qué fue lo que pudo haberlo matado. Anoche, cuando hablé con él, no parecía estar tan grave.
-Exactamente- dijo el patrón.
Hubo algo en ese "exactamente" que hizo sobresaltar a Augusto.
-¿No querrá decir...? -se interrumpió. Era demasiado fantástico; se negaba a aceptar la idea. Pero, un minuto después, a pesar de ello, preguntó-: ¿No quiere decir- y aquí vaciló nuevamente-, no quiere decir que oyó...?
-Precisamente.
Augusto se sobresaltó una vez más.
-Si me pidiera mi parecer- siguió el patrón, en el mismo tono irritante- diría, sinceramente, que murió de pena.
Dicho esto, se detuvieron bruscamente.
-Mira-dijo el patróhn-, no es culpa tuya. No te lo tomes tan a pecho. Yo sé, todos sabemos mejor dicho, que eres inocente. En todo caso, lo cierto es que Antoine jamás hubiera llegado a ser un gran payaso. Había renunciado a serlo hace ya mucho tiempo. -Murmuró algo entre dientes y prosiguió, con un suspiro-: La cuestión es cóo explicar la función de esta noche. Va a ser difícil ocultar ahora la verdad, ¡no crees? No contábamos con que pudiera morir repentinamente, ¿no es cierto?
Hubo una pausa y, luego, Augusto dijo con calma:
-Creo que me gustaría estar solo un rato, si no tiene inconveniente.
-Bueno-dijo el patrón-. Resuélvelo tú mismo. Tenemos tiempo todavía...-no agregó para qué.
Aturdido, desalentado,Augusto erró en dirección a la ciudad. Caminó largo tiempo sin un solo pensamiento en la cabeza; sólo una especie de dolor sordo, torpe, que traspasaba todo su cuerpo. Finalmente, se sentó en el extremo de la "terrasse" de un café y pidió una copa. No, decididamente, nunca había contado con esta eventualidad. otro ardid del destino. Una cosa era bien clara: tendría que convertirse nuevamente en Augusto o en Antoine. Ya no podía seguir en el anonimato. Se puso a pensar en Antoine, el Antoine al que había encarnado la noche anterior. ¿Sería cpaz de hacerlo nuevamente esgta noche, con la misma vis cómica y el mismo placer? Se olvidó completamente del Antoine que yacía rígido, muerto, en el carromato. Sin darse cuenta, se había metido en los zapatos de Antoine. Ensayó minuciosamente el papel, analizándolo, desmenuzándolo, remendándolo, mejorándolo con algunos toque aquí y allá...y así continuó, de un acto a otro, de un público a otro, noche tras noche, pueblo tras pueblo. Entonces,súbitamente, recobró la conciencia. Se enderezó bruscamente en su asiento y comenzó a hablarse en serio: "Entonces vas a convertirte nuevamente en un payaso, ¿verdad? No has tenido bastante, ¿eh? Mataste a Augusto, asesinaste a Antoine..., ¿qué más quieres? Hace apenas dos días eras un tipo feliz, un hombre libre. Ahora estás atrapado y eres, por añadidura, un asesino. ¿Y supones que con una conciencia culpable podr´ñas seguir haciendo reír a la gente? ¡Ah, no, eso es llevar las cosas demasiado lejos!"
Apoyó su puño en la mesa de mármol,como para convencerse de la seriedad de sus palabras. "Una gran actuación anoche. Y ¿por qué? Porque nadie había sospechado qaue el verdadero autor era Augusto. Era su talento, su genio, lo que habían aplaudido. Nadie podía haber sabido. Perfecto. Triunfo total. Y Q.E.D." Se frenó una vez más, como su caballo:"¿Cómo es eso? ¿Q.E.D.? ¡Ah, así que era eso! Era por eso que Augusto estaba tan ansioso de reemplazar a Antoine. A Augusto nunca le había importado un comino que Antoine se hiciera famoso, ¿verdad? ¿'Sí' o 'no'? Augusto sólo se había preocupado de asegurarse de que la reputación que había creado le perteneciera realmente. Augusto se había trahgado el anzuelo como un pez. ¡Bah!" Escupió un poco de saliva, con repugnancia.
Su garganta se había resecado tanto por la excitación qeu golpeó las manos y pidió otra copa. "Mi Dios", prosiguió, después de haberse humedecido el paladar. "¡pensar que un hombre se puede tender a sí mismo semejantes lazos! Feliz un día, desdichado el siguiente. ¡Qué idiota! ¡Qué idiota he sido!" Se detuvo a reflexionar un instante, juiciosamente. "Bueno, hay una cosa que ahora entiendo: mi felicidad era real, pero infundada. Tengo que recuperarla, pero esta vez honestamente. Tengo que apresarla y retenerla con las dos manos, como una joya. Tengo que aprender a ser feliz como Augusto, como el payaso que soy en realidad."
Bebió otro sorbo de vino y se sacudió luego coo un perro."Quizá ésta sea mi última oportunidad; tendré que recomenzar una vez más desde el principio." Dicho esto, se puso a especular sobre la posibilidad de elegir un nuevo nombre para reemplazar al de Augusto. El juego lo llevó muy lejos del tema. "Sí", continuó, "haré algo nuevo, distinto, algo enteramente nuevo. Si no me hace feliz, al menos me mantendrá alerta. Quizá Sudamérica..."
Esta decisión de empezar de nuevo era tan fuerte que volvió casi al galope al lugar donde se levantaba el circo, y corrió en busca del patrón.
-Está decidido- dijo, casi sin aliento-, parto ahora mismo. Me voy lejos, muy lejos, donde nadie me conozca. Empezaré de nuevo.
-Pero ¿por qué?- exclamó el patrón-. ¿Por qué tienes que empezar de nuevo cuando ya te has hecho una gran reputación?
-No me va a entender, pero se lo explicaré lo mismo. "Porque esta vez quiero ser feliz".
-¿Feliz? No entiendo. ¿Por qué feliz?
-Porque por lo general un payaso sólo es feliz cuando es alguien más, y yo no quiero ser nadie más que yo mismo.
-No entiendo una sola palabra. Escúchame, Augusto...
-Mire-terció Augusto, retorciéndose las manos-, ¿qué es lo que hace reír y llorar a la gente cuando actuamos?
-Pero, viejo, ¿qué tiene que ver todo eso? Esas son preguntas académicas. Hablemos en serio. Atengámonos a la realidad.
-Eso es precisamente lo que acabo de descubrir-dijo Augusto, gravemente-.
"¡Realidad!" ¡Esa es la palabra exacta! Ahora sé, al fin, quién soy, qué soy y qué debo hacer. "Eso es realidad". Lo que usted llama realidad no es más que aserrín; se desmenuza, se escapa entre los dedos.
-Mi querido Augusto- empezó el patrón, como suplicando a alguien ya perdido-, has estado pensando demasiado. Si yo fuera tú volvería al pueblo y tomaría un poco de aire. No trates de tomar una decisión ahora. Ven...
-No- dijo Augusto, decidido-. No quiero consuelo ni consejos. Estoy resuelto -y extendió la mano en señal de adiós.
-Como quieras-dijo el patrón, encogiéndose de hombros-. ¿Así que es adiós, no más?
-Sí- respondió-, es adiós... para siempre.
Y partió una vez más hacia el mundo, pero esta vez hacia sus mismas entrañas. Cuando estaba ya acercándose al pueblo, recordó que no le quedaban en los bolsillos más que unas pocas monedas. Dentro de unas horas comenzaría a serntir hambre. Luego haría frío, seguramente, y entonces, como las bestias del campo, se acurrucaría y yacería esperando los primeros rayos del sol.
Por qué había optado por caminar por el pueblo, recorriendo de cabo a rabo cada calle, no lo sabía. Podría, del mismo modo, haber tratado de conservar sus energías.
"¿Y si me marcho a Sudamérica un día...?" (Había empezado a hablarse en voz alta)"Eso puede llevar años. ¿Y el idioma? ¿Qué idioma hablaré? ¿Y por qué van a aceptarme a mí, un extraño, un desconocido? Quién sabe si hay circos siquiera, en esos lugares. Y si los tienen, tendrán también sus payasos y su lengua."
Llegó a un pequeño parque y se echó en un banco. "Tengo que pensarlo bien", se amonestó. "Uno no debe mandarse a mudar así como así a Sudamérica. ¡No soy un albatros, por Dios! Soy Augusto, un hombre de pies delicados y un estómago que llenar." Comenzó a especificarse, uno por uno, todos los atributos humanos que lo distinguían, a él, Augusto, de las aves del cielo y las criaturas de las profundidades. Sus meditaciones concluyeron en una prolongada consideración de las dos cualidades, o facultades, que separan más significativamente el mundo de los hombres del reino animal: la risa y las lágrimas. Es extraño, se dijo, que precisamente él, que se sentía tan a sus anchas en ese mundo, estuviera especulando sobre el tema, cono un escolar.
"¡'Pero no soy un albatros'!" Este pensamiento, no muy brillante por cierto, se repetía tercamente mientras examinaba su dilema contemplándolo desde todos los ángulos posibles. La idea de que ningún esfuerzo de imaginación posible pudiera hacer que se considerase un albatros, aunque no muy original ni breillante, le resultaba reconfortante, tranquilizadora.
"¡'Sudamérica'!¡Qué disparate!" El problema no era adónde encaminarse o cóo llegar allí, sino...Trató de planteárselo de la manera más simple posible. ¿No sería que estaba muy bien como estabna, como era, sin necesidad de disminuirse o de magnificarse? Su error habia consistido en haber ido más allá de sus límites. No se había conformado con hacer reír a la gente, había querido hacerla dichosa. Y la dicha nos es dada por Dios. ¿No había acaso descubierto todo esto al abandonarse, haciendo lo que se le presentaba, como alguna vez lo expresara?
Augusto sintió de pronto que staba llegando a alguna parte. Su verdadera tragedia, empezó a percibir, estaba en el hecho de sentirse incapaz de comunicar su conocimiento de la ex8iistencia de otro mundo, un miundo más allá de la ignorancia y la flaqueza, de la risa y las lágrimas. Era esta barrera la que había hecho que siguiera siendo un payaso, el payaso de Dios, puesto que no había verdaderamente nadie a quien aclarar su dilema.
Y una y otra vez entendió - y ¡qué simple era en el fondo!- que ser nadie o cualquiera o todos no le impedía ser él mismo. Si era realmente un payaso, debía serlo totalmente, desde que abría los ojos al alba hasta que los cerraba por las noches. De serlo, debería ser un payaso a toda hora, por la paga o por el mero gusto de serlo. Tan inalterablemente convencido estaba de la sabiduría de esta conclusión que desesperaba por empezar inmediatamente, sin maquillaje, sin vestuario, sin siquiera el acompañamiento del viejo y gangoso violín. Sería tan absolutamente él mismo, que sólo la verad, que ardía ahora en él como un fuego, sería reconocible.
Cerró una vez más los ojos, para sumergirse en la oscuridad. Permaneció así largo tiempo, respirando tranquilamente, pacíficamente, en el lecho de su propio ser. Cuando abrió nuevamente los ojos, vio un mundo en el que los velos se había descorrido. Era el mundo que siempre había estado en su corazón, siempre listo para manifestarse, pero que sólo comienza a palpitar en el momento en que se palpita al unísono con él.
Augusto sentíase tan profundamente conmovido que no podía creer a asus ojos. Los restregó con el dorso de la mano, sólo para dscubrir que aún estaban húmedos de las lágrimas de júbilo que había inconscientemente derramado. Se irguió en su asiento, la mirada fija hacia adelante, tratando de acostumbrarse a la visión. Desde las profundiades de su ser surgía un incesante murmullo de agradecimiento.
Se levantó del banco en que había estado echado en el momento en que el sol bañaba la tierra con un último chorro de oro. Fuerza y ansiedad galopaban locamente por sus venas. Recién nacido, dio unos pasos hacia adelante, en el mágico mundo de la luz. Instintivamente, como un pájaro remonta el vuelo, extendió sus brazos en un abrazo omnímodo.
La tierra se estaba desvaneciendo en el denso violeta que precede al crepúsculo. Augusto se tambaleó,extasiado. "¡Al fin, al fin!", gritó, o pensó que gritaba, ya que en realidad su grito no fue más que un débil eco del inmenso júbilo que lo acunab a.
Un hombre venía hacia él; un hombre uniformado, armado con un palo. A Augusto se le apareció como el ángel de la liberación. Ya iba a arrojarse en los brazos de su salvador cuando una nuve de sombra lo derribó como un martillazo. Y se ovilló a los pies del guardián, sin un sonido.
Dos mirones, que habían asistido a la escena, se acercaron corriendo. Se arrodillaron e hicieron girar a Augusto sobre la espalda. Para su sorpresa, Augusto sonreía. Era una sonrisa amplia, sreáfica, de la que manaba la sangre a borbotones. Los ojos estaban abiertos de par en par, mirando fijamente, con un increíble candor, la delgada franja de una luna que acababa de aparecer en el cielo.
(FIN)

Título original The smile at the foot of the ladder-La sonrisa al pie de la escala-Henry MILLER-trad. Juan Carlos Silvi-1ª edic. junio 1980-edit. Bruguera-colección Todolibro

sábado, 23 de octubre de 2010

sobre la felicidad-de El malestar en la cultura,1929-30-Sigmund FREUD

[...]En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida
humana, sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta.
Muchos de estos inquisidores se apresuraron a agregar que si resultase que la vida humana no tiene objeto alguno perdería todo el valor ante sus ojos. Pero estas amenazas de nada sirven: parecería más bien que se tiene el derecho, de rechazar la pregunta en sí, pues su razón de ser probablemente emane de esa vanidad antropocéntrica, cuyas múltiples manifestaciones ya conocemos. Jamás se pregunta acerca del objeto de la vida de los animales, salvo que se le identifique con el destino de servir al hombre. Pero tampoco esto es sustentable, pues son muchos
los animales con los que el hombre no sabe qué emprender -fuera de describirlos, clasificarlos y estudiarlos- e incontables especies han declinado servir a este fin, al existir y desaparecer mucho antes de que el hombre pudiera observarlas. Decididamente, sólo la religión puede responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso.
Abandonemos por ello la cuestión precedente y encaremos esta otra más modesta: ¿qué
fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos faces: un fin positivo y otro negativo; por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término «felicidad» sólo se aplica al segundo fin. De acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la actividad humana se despliega en dos sentidos, según trate de alcanzar -prevaleciente o exclusivamente- uno u otro de aquellos fines.
Como se advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su mismo origen; principio de cuya adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más que su programa esté en pugna con el mundo entero, tanto con el macrocosmos como con el microcosmos. Este programa ni siquiera es realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan de la «Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz». Lo que en el sentido más
estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre instantánea, de necesidades acumuladas que han alcanzado elevada tensión, y de acuerdo con esta índole sólo puede darse como fenómeno episódico. Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras
facultades de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia constitución. En cambio,nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto origen.
No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio del placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la realidad); no nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer. La reflexión demuestra que las
tentativas destinadas a alcanzarlo pueden llevarnos por caminos muy distintos, recomendados todos por las múltiples escuelas de la sabiduría humana y emprendidos alguna vez por el ser humano. En primer lugar, la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se nos impone como norma de conducta más tentadora, pero significa preferir el placer a la prudencia, y a poco de practicarla se hacen sentir sus consecuencias. Los otros métodos, que persiguen ante todo la evitación del sufrimiento, se diferencian según la fuente de displacer a que conceden máxima
atención. Existen entre ellos procedimientos extremos y moderados; algunos unilaterales, y otros que atacan simultáneamente varios puntos. El aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede ser sino la de la quietud. Contra el temible mundo exterior sólo puede uno defenderse mediante una forma
cualquiera del alejamiento si pretende solucionar este problema únicamente para sí. Existe, desde luego, otro camino mejor: pasar al ataque contra la Naturaleza y someterla a la voluntad del hombre, como miembro de la comunidad humana, empleando la técnica dirigida por la ciencia; así, se trabaja con todos por el bienestar de todos. Pero los más interesantes preventivos del sufrimiento son los que tratan de influir sobre nuestro propio organismo, pues en última instancia todo sufrimiento no es más que una sensación; sólo existe en tanto lo sentimos, y únicamente lo
sentimos en virtud de ciertas disposiciones de nuestro organismo.
El más crudo, pero también el más efectivo de los métodos destinados a producir tal
modificación, es el químico: la intoxicación. No creo que nadie haya comprendido su
mecanismo, pero es evidente que existen ciertas sustancias extrañas al organismo cuya presencia en la sangre o en los tejidos nos proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando además las condiciones de nuestra sensibilidad de manera tal que nos impiden percibir estímulos desagradables. Ambos efectos no sólo son simultáneos, sino que también parecen estar íntimamente vinculados. Pero en nuestro propio quimismo deben existir asimismo sustancias que cumplen un fin análogo, pues conocemos por lo menos un estado patológico -la manía- en el que
se produce semejante conducta, similar a la embriaguez, sin incorporación de droga alguna.
También en nuestra vida psíquica normal, la descarga del placer oscila entre la facilitación y la coartación y paralelamente disminuye o aumenta la receptividad para el displacer. Es muy lamentable que este cariz tóxico de los procesos mentales se haya sustraído hasta ahora a la investigación científica. Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en su economía libidinal. No sólo se les debe el placer
inmediato, sino también una muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior.
Los hombres saben que con ese «quitapenas» siempre podrán escapar al peso de la realidad, refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su sensibilidad. También se sabe que es precisamente esta cualidad de los estupefacientes la que entraña su peligro y su nocividad. En ciertas circunstancias aun llevan la culpa de que se disipen estérilmente cuantiosas magnitudes de energía que podrían ser aplicadas para mejorar la suerte humana.
Sin embargo, la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico también es accesible a toda una serie de otras influencias. La satisfacción de los instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades. Por consiguiente, cabe esperar que al influir sobre estos impulsos instintivos evitaremos buena parte del sufrimiento. Pero esta forma
de evitar el dolor ya no actúa sobre el aparato sensitivo, sino que trata de dominar las mismas fuentes internas de nuestras necesidades, consiguiéndolo en grado extremo al aniquilar los instintos, como lo enseña la sabiduría oriental y lo realiza la práctica del yoga. Desde luego, lograrlo significa al mismo tiempo abandonar toda otra actividad (sacrificar la vida), para volver a ganar, aunque por distinto camino, únicamente la felicidad del reposo absoluto. Idéntico camino, con un objetivo menos extremo, se emprende al perseguir tan sólo la moderación de la
vida instintiva bajo el gobierno de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de la realidad. Esto no significa en modo alguno la renuncia al propósito de la satisfacción, pero se logra cierta protección contra el sufrimiento, debido a que la insatisfacción de los instintos domeñados procura menos dolor que la de los no inhibidos. En cambio, se produce una innegable limitación de las posibilidades de placer, pues el sentimiento de felicidad experimentado al
satisfacer una pulsión instintiva indómita, no sujeta por las riendas del yo, es incomparablemente más intenso que el que se siente al saciar un instinto dominado. Tal es la razón económica del carácter irresistible que alcanzan los impulsos perversos y quizá de la seducción que ejerce lo prohibido en general.
Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos en nuestro aparato psíquico y que confieren gran flexibilidad a su funcionamiento. El problema consiste en reorientar los fines instintivos, de manera tal que eluden la frustración del mundo exterior. La sublimación de los instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso el destino poco puede
afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías; la del investigador en la solución de sus problemas y en el descubrimiento de la verdad, son de una calidad especial que seguramente podremos caracterizar algún día en términos meta psicológicos. Por ahora hemos de limitarnos a decir, metafóricamente que nos parecen más «nobles» y más «elevadas», pero su intensidad, comparada con la satisfacción de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de ningún modo
llega a conmovernos físicamente. Pero el punto débil de este método reside en que su
aplicabilidad no es general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones y aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida suficiente. Y aun a estos escasos individuos no puede ofrecerles una protección completa contra el sufrimiento; no los reviste con una coraza impenetrable a las flechas del destino y suele fracasar cuando el propio cuerpo se convierte en fuente de dolor.
La tendencia a independizarse del mundo exterior, buscando las satisfacciones en los
procesos internos psíquicos, manifestada ya en el procedimiento descrito, se denota con intensidad aún mayor en el que sigue. Aquí, el vínculo con la realidad se relaja todavía más; la satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas como tales, sin que su discrepancia con el mundo real impida gozarlas. El terreno del que proceden estas ilusiones es el de la imaginación, terreno que otrora, al desarrollarse el sentido de la realidad, fue sustraído expresamente a las exigencias del juicio de realidad, reservándolo para la satisfacción de deseos difícilmente realizables. A la cabeza de estas satisfacciones imaginativas encuentra el goce de la
obra de arte, accesible aun al carente de dotes creadoras, gracias a la mediación del artista. Quien sea sensible a la influencia del arte no podrá estimarla en demasía como fuente de placer y como consuelo para las congojas de la vida. Mas la ligera narcosis en que nos sumerge el arte sólo proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de poderío suficiente como para hacernos olvidar la miseria real.
Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien por consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los
propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad,
generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios. Sin embargo, se pretende que todos nos conducimos, en uno u otro punto, igual que el paranoico, enmendando algún cariz intolerable del mundo mediante una creación desiderativa e incluyendo esta quimera en la realidad. Particular importancia adquiere el caso en que numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la Humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos. Desde luego, ninguno de los que comparten el
delirio puede reconocerlo jamás como tal.
No creo que sea completa esa enumeración de los métodos con que el hombre se esfuerza
por conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento; también sé que el mismo material se presta a otras clasificaciones. Existe un método que todavía no he mencionado; no porque lo haya olvidado, sino porque aún ha de ocuparnos en otro respecto. ¡Cómo podríase olvidar precisamente esta técnica del arte de vivir! Se distingue por la más curiosa combinación de rasgos
característicos. Naturalmente, también ella persigue la independencia del destino -tal es la expresión que cabe aquí- y con esta intención traslada la satisfacción a los procesos psíquicos internos, utilizando al efecto la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero sin apartarse por ello del mundo exterior, aferrándose por el contrario a sus objetos y hallando la felicidad en la
vinculación afectiva con éstos. Por otra parte, al hacerlo no se conforma con la resignante y fatigada finalidad de eludir el sufrimiento, sino que la deja a un lado sin prestarle atención, para concentrarse en el anhelo primordial y apasionado del cumplimiento positivo de la felicidad.
Quizá se acerque mucho más a esta meta que cualquiera de los métodos anteriores. Naturalmente, me refiero a aquella orientación de la vida que hace del amor el centro de todas las cosas, que deriva toda satisfacción del amar y ser amado. Semejante actitud psíquica nos es familiar a todos; una de la formas en que el amor se manifiesta -el amor sexual- nos proporciona la experiencia placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de
felicidad. Nada más natural que sigamos buscándola por el mismo camino que nos permitió encontrarla por vez primera. El punto débil de esta técnica de vida es demasiado evidente, y si no fuera así, a nadie se le habría ocurrido abandonar por otro tal camino hacia la felicidad. En efecto: jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor. Pero no queda agotada con esto la técnica de vida que se funda sobre la aptitud del amor para procurar felicidad; aún queda mucho por decir al respecto.
Cabe agregar aquí el caso interesante de que la felicidad de la vida se busque ante todo en el goce de la belleza, dondequiera sea accesible a nuestros sentidos y a nuestro juicio: ya se trate de la belleza en las formas y los gestos humanos, en los objetos de la Naturaleza, los pasajes, o en las creaciones artísticas y aun científicas. Esta orientación estética de la finalidad vital nos protege escasamente contra los sufrimientos inminentes, pero puede indemnizarnos por muchos
pesares sufridos. El goce de la belleza posee un particular carácter emocional, ligeramente embriagador. La belleza no tiene utilidad evidente ni es manifiesta su necesidad cultural, y, sin embargo, la cultura no podría prescindir de ella. La ciencia de la estética investiga las condiciones en las cuales las cosas se perciben como bellas, pero no ha logrado explicar la esencia y el origen de la belleza, y como de costumbre, su infructuosidad se oculta con un despliegue de palabras muy sonoras, pero pobres de sentido. Desgraciadamente, tampoco el psicoanálisis tiene mucho que decirnos sobre la belleza. Lo único seguro parece ser su derivación
del terreno de las sensaciones sexuales, representando un modelo ejemplar de una tendencia coartada en su fin. Primitivamente, la «belleza» y el «encanto» son atributos del objeto sexual. Es notable que los órganos genitales mismos casi nunca sean considerados como bellos, pese al invariable efecto excitante de su contemplación; en cambio, dicha propiedad parece ser inherente a ciertos caracteres sexuales secundarios.
A pesar de su condición fragmentaria, me atrevo a cerrar nuestro estudio con algunas
conclusiones. El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable; mas no por ello se debe -ni se puede- abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto positivo de dicho fin -la obtención del placer-, ya su aspecto negativo -la evitación del dolor-.
Pero ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad,
considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz. Su elección del camino a seguir será influida por los más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos. Ya aquí desempeña un papel determinante la constitución psíquica del individuo, aparte de las circunstancias exteriores. El ser humano predominantemente erótico antepondrá los vínculos
afectivos que lo ligan a otras personas; el narcisista, inclinado a bastarse a sí mismo, buscará las satisfacciones esenciales en sus procesos psíquicos íntimos; el hombre de acción nunca abandonará un mundo exterior en el que pueda medir sus fuerzas. En el segundo de estos tipos, la orientación de los intereses será determinada por la índole de su vocación y por la medida de las sublimaciones instintuales que estén a su alcance. Cualquier decisión extrema en la elección se
hará sentir, exponiendo al individuo a los peligros que involucra la posible insuficiencia de toda técnica vital elegida, con exclusión de las restantes. Así como el comerciante prudente evita invertir todo su capital en una sola operación, así también la sabiduría quizá nos aconseje no hacer depender toda satisfacción de una única tendencia, pues su éxito jamás es seguro: depende del concurso de numerosos factores, y quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato
psíquico para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de éste en la realización del placer. Quien llegue al mundo con una constitución instintual particularmente desfavorable, difícilmente hallará la felicidad en su situación ambiental, ante todo cuando se encuentre frente a tareas difíciles, a menos que haya efectuado la profunda transformación y reestructuración de sus componentes libidinales, imprescindible para todo rendimiento futuro. La última técnica de vida
que le queda y que le ofrece por lo menos satisfacciones sustitutivas es la fuga a la neurosis, recurso al cual generalmente apela ya en años juveniles. Quien vea fracasar en edad madura sus esfuerzos por alcanzar la felicidad, aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis.
La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la
fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad.
Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los «inescrutables designios» de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo.[...]

miércoles, 20 de octubre de 2010

El gran inquisidor-Fiodor DOSTOIEVSKI


Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignáos, aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.

Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.

No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.

Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.

El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: "¡Señor, cúrame para que pueda verte!" Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: "¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!"

Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.

–¡Él resucitará a tu hija! –le grita el pueblo a la desconsolada madre.

El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.

Pero la madre profiere:

–¡Si eres Tú, resucita a mi hija!

Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).

La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.

En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.

Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.

–¡Prendedle!– les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.

Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.
Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.
Muere el día, y una noche de luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.
De pronto, en las tinieblas se abr la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. E anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, con templa, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:

–¿Eres Tú, en efecto?

Pero, sin esperar la respuesta prosigue

–No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda...
Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.
–El Espíritu terrible e inteligente – añade, tras una larga pausa –, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te "tentó". No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres "tentaciones". ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: "Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura", ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...

Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: "Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras." Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que "no so1o de pan vive el hombre", sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: "¡Nos ha dado el fuego del cielo!" Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que so1o hay hambrientos. "Dales pan si quieres que sean virtuosos." Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos – huyendo aún de la persecución, del martirio –, para gritarnos: "¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!" Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: "¡Cadenas y pan!" Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca – ¡nunca! – sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que – ¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles! – nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.

Como ves, la primera de la tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: "¡Adora a mi dios o te mato!" Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: "Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?" Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos – haciéndoles felices – : el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: "¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos." Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.

Cuando te dijeron, por mofa: "¡Baja de la cruz y creeremos en ti!", no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.

La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el "milagro", el "misterio" y la "autoridad". Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo – ¡ocho siglos! – que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?

Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia –los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia–; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra "Misterio". Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te de tus elegidos, pero son una mi noria: nosotros les daremos el re y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos "fuertes" llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuán tos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las re vueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a causar los con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros –los más–, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: "¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!"

No se les ocultará que el pan –obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno– que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad – no, como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con que facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar – ¡su naturaleza es tan flaca!–. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.

Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la "copa del misterio" en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: "¡Júzganos, si puedes y te atreves!" No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes.

Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho.

Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.

El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: "¡Vete y no vuelvas nunca... , nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja.


tomado de Ignoria Biblioteca hogar